S CONTRA EL IMPERIO DEL MAL (NI UNA PALABRA MÁS, 2011)

Maldito sea el infierno que ha tenido que vivir en la oficina hoy. ¿Hoy?, se pregunta S, sin despegar los labios, mientras no para de imaginar filas de panales de abejas ciegas dentro de un enorme mundo hueco y gris. Se sienta a contramano de la dirección del tren, en el único sitio libre. Asientos de plástico gris. Con las gafas de sol puestas a pesar de estar bajo tierra, da una rápida ojeada al vagón, mientras sigue haciendo lista de las infamias y agravios sufridos en la oficina. El vagón va cargado de gente que regresa a casa, si tenemos en cuenta la dirección del tren. Mierda de trabajo y mierda de gente. Desalmados. Espíritus huecos como cántaros. Esclavos.

Mira a la mujer que tiene enfrente, una asistenta que reposa, lacia y medio dormida sobre el plástico del asiento del tren. Cetrina, gorda y cansada, ni le ha mirado ni ha mostrado reacción ante su llegada, por lo que S ha tenido que hacer sus habituales malabares para meter, en el cubo de aire del asiento, su cuerpo, el quitapolvos gris y la maleta. Como siempre, y a pesar del largo invierno en que están, la operación de inserción en el asiento le cuesta un brote de sudor que S siempre relaciona con uno de esos animales anfibios que se arrastran, dejando por la superficie en que lo hacen, el frío enfermo y negro del que han salido. Un sudor que se impregna en su camisa cuando apoya la espalda en el asiento. También se arrastra por el cuello abotonado y cerrado en el nudo Windsord de una corbata gris marengo que, como siempre, cuelga fina y sintética desde que empezó la jornada.

S mira desde el negro de las gafas de sol a la mujer, sin que la expresión de su rostro, ni el cuerpo, den muestras de ello. ¿Qué diferencia habrá entre esta mujer y la de ayer? Sigue creciendo en él la imagen de una laguna de la que salen seres anfibios que se arrastran y que no tienen nada dentro de los ojos. ¿Qué diferencia entre la de ayer y la del día anterior, sentada en frente, en el viaje de vuelta? Todos esclavos. Esclavos que saben que son esclavos, aunque vete tú y pregúntales. Vete tú y arrímales el ascua a la cara. Lo negarán todo y entonces, tú qué harás… ¿y a quién?

La rabia de este último pensamiento le hace chascar la lengua, aunque sólo se da cuenta su paladar. Ni él ni la asistenta se inmutan ante el crujir del sonidito. El tren abandona las luces amarillas de la parada y avanza, aumentando la velocidad, por el túnel. Eso, tú ves, y con la linternita bien pegada a la jeta, pregúntales, anda, como haría un hombre libre. Ya sabes lo que vas a conseguir, porque llevas toda la vida rodeado de esclavos sin entraña ninguna. Esclavos que saben que son esclavos. Esclavos que saben que son esclavos y lo niegan. Esclavos de los que dependes y por los que te juzgarán en común. El pequeño cambio de velocidad agarra a S del estómago con unas manos pequeñas. Lo aprieta ligeramente y lo suelta, poco a poco. El tren se acelera a través de una negritud que está atravesada por la velocidad del pasar de las vigas que sostienen la estructura y el furioso horizontal de cables que siguen el recorrido del túnel.

Aunque el peor de todos eres tú, pequeño demonio oriental. S se centra en el pensamiento aquella carita redonda y servicial que iba a encontrar en la tienda. Mientras lo hace, las pantallas indicadoras del vagón emiten un zumbido azul. Una voz que alguna vez debió ser humana, anuncia lo que todo el mundo sabe que es la parada, pero que no pasa, en realidad, de ser un lamento mecánico e indescifrable, precedido y despedido por la ligera amplificación de la entrada del canal de audio del circuito cerrado de AV del tren. Por debajo de la maleta que tiene sobre las piernas y en la que guarda el portátil y los trastos, la mano izquierda de S busca dentro del bolsillo del pantalón del traje, hasta encontrar con los ojos del tacto lo que sabe que es la doblez de un papel. Con el índice y el pulgar, lo pinza ligeramente. Lo acaricia y presiona con las yemas mientras sigue adelantando mentalmente su victoria. Porque hoy es el día y lo vas a saber, pequeño torturador de ojos rasgados. Hoy se te va a quitar esa sonrisita tan amable por la que resbalo derrotado cada día. Porque he revisado concienzudamente el infierno de pantallas hasta encontrarlo. Y lo he encontrado y hoy, por fin, tendrás que decir que no lo tienes. Con la mano en el bolsillo, la pinza sigue frotando el papel. ¿Me vas a poner esa maldita cara, verdad? ésa en la que no el que te mira no sabe si está mirando una medalla o un mono? Vástago de un dios enano, contrahecho y cruel, hoy se te acaba la suerte y aún no lo sabes.

Desde el asiento de enfrente, la asistenta sudamericana mueve ligeramente la cabeza para conseguir evitar una lista de luz que le ha empezado a cruzar la cara al salir del túnel y comenzar a avanzar el vagón a cielo abierto. Reflejada en los cristales polarizados de las gafas de S, aparece compacta, diminuta y doble. Parece que chupasen de ella desde dentro de cada uno de los cristales. Ella no da muestras de haber visto esa imagen. Sólo ha movido la cabeza, muy despacio, para evitar el sol. Tampoco da muestras de poder escuchar lo que dice para sus adentros S, con los ojos cada vez más llenos de determinación, atroces de victoria tras las gafas. Verás que cara se le queda al hijo del demonio cuando le enseñe. Entraré y recibiré su falso y amable saludo. Buenas, a ti también, alimaña lampiña. Sonreirá y yo también. Me seguirá con la vista, como hace siempre, mientras me adentro en ese lupanar de pasillos. Hará esto mientras no deja de hablar, en ese insoportable idioma suyo, lleno de fonemas estridentes, de metal, a un interlocutor con el que parece hablar eternamente, a través de la pantalla de un portátil abierto sobre el cristal del mostrador. Un interlocutor que le responderá en la misma execrable jerga y al que nunca has podido ver la cara. Todo dentro de la tienda es así, ¿verdad? S había comprobado, a través de sus visitas a la tienda, que una vez se atravesaba la puerta, un intricado sistema de espejos, artículos, cámaras y apariciones de aquel enjuto hijo del Siam, controlaba todas las perspectivas de la tienda. No sólo te veía, había concluido S, sino que te obligaba a ver, y a no ver. Porejemplo las fechas de caducidad y los precios. Por ejemplo los formatos universales para situaciones que no ibas a vivir nunca. Los artículos hipnóticos y horrendos, sirenas y gorgonas de plástico, metalizadas, o aquellos objetos en los que no para de caer agua falsa. Pero ante todo estaba toda esa vida privada de esclavo que salía desde la pantalla siempre abierta y encendida del ordenador, colocada de tal manera sobre el mostrador, que desde el lado del cliente nunca se podía distinguir nada, salvo lo que él sabía que era un cebo para dar lástima de esclavo. Como aquella pantalla, todo estaba falsamente a la vista.

Un destello del sol de invierno que entra por la ventana del tren, parpadea en uno de los cristales de las gafas de S, haciendo que la asistenta frunza el ceño, y arrugue ligeramente la nariz. Gesto que S no percibe, sigue desmadejando su plan definitivo. Me pasearé por los pasillos, dejando que la cámara de cada uno de ellos me grabe con la misma cara de tonto de todos los días. Hasta que, al final, no le quede otra que acercarse, a ver qué tripa se me ha roto. Si no es así, aunque lo dudo, lo que haré será acercarme con mi cara de tonto y preguntarle directamente “perdón amigo ¿es que no tienes de esto?” Hará memoria de todo el inventario en su cabeza, mientras dice “sí, un momento, amigo”, ganado tiempo. Porque, ¿a que vas a decir sí? ¿verdad? ¿A qué vas a decir que sí? ¿eh? ¿A qué malditos demonios le vas a decir sí, pequeño monstruo amarillo?

La aparición de rápidas columnas de sombra listando el interior del vagón, sumadas al aumento del traqueteo, que se concreta en tres pequeñas sacudidas y sonido de estar pasando por encima de piedras, indica que queda poco para que el tren pare. Mientras repasa letra a letra lo escrito en el papel que frota con los dedos dentro del bolsillo, S piensa en la victoria que la palabra que forman aquellas letras le dará, por fin, cuando llegue a la tienda.

El tren comienza a decelerar, y la grabación vuelve aparecer. Un hombre, alto, lánguido y gris se levanta, demostrando que no está familiarizado con el recorrido. S, sin moverse todavía, y sin saber por qué, comienza a seguir a aquel cuerpo, que le da la espalda. Cubierto por la rigidez de las gafas, observa cómo avanza hacia las puertas. El tren sólo tiene llenos los asientos, por lo que es fácil centrarse en aquel triste. Ve cómo se queda quieto delante de las puertas cerradas. Cómo espera unos segundos y, tras ligeros movimientos de cabeza con los que confirma que nadie se ha movido, salvo un negro enorme, para ocupar el asiento libre, comprende su error de cálculo. No intenta recuperar su sitio. Se queda de pie, mirando el cristal de la puerta de salida.

Esclavo miserable, sentencia S, mientras la imagen de abejas grises con ojos que no tienen nada dentro vuelve, a la vez que el dulce veneno de su victoria cuando llegue a la tienda. ¿Qué crees que intentará, con esa carita tan tersa, redondita y feliz? pues intentará decirme “no entiendo”. ¿No entiendes? No te preocupes, fibroso hijo del demonio, porque te lo traigo traducido. ¿Y ahora qué? como verás, he pensado en todo. Un hombre ciego puede tropezar, pero dime qué hace la piedra frente a un hombre que ve?

Vuelve a sonar la grabación que anuncia la llegada. Esta vez no miente, aunque S sigue sin levantarse. Es un experto en el trayecto y sabe que todavía puede apurar segundos mientras se relame. ¿Qué, vas a seguir sonriendo con esa superioridad que tienes escondida debajo del vasallo, pequeña cabecita del averno? ¿Sabes qué puedes hacer? Ves y pregunta al que tienes al otro lado de la pantalla. A ver si él te puede ayudar. Si quieres me lo pasas, porque me gustaría arrancarle la lengua para ver qué dice y si es tan importante o, como pienso, no hay realmente nadie y sólo lo haces para reírte de mi, todos los días que paso por la tienda y te pido. Reírte, sin dejar de sonreír, miserable. Esta última frase se pierde en el interior de S debido al ruido que genera el tren al decelerar en tres tandas, hasta llegar al andén de la estación. El ruido también está compuesto de todos esos cuerpos que se dirigen, apiñándose en silencio, hacia cada una de las puertas de salida. Puertas dobles, de tijera. Puertas mecánicas que se abren para dejar salir a los esclavos. La asistenta sudamericana está despierta desde la última grabación, aunque S no se ha dado cuenta. Le mira fijamente, con una expresión firme y aburrida desde unos ojos que no parecen tener fondo. Justo un segundo antes que S se levante para salir de allí, la mujer se incorpora, y poniendo la mano izquierda sobre la maleta que S lleva en el regazo, con la derecha le quita las gafas de la cara. S comprueba que la mano sobre sus piernas es terriblemente pesada. Es como una piedra que le hunde contra el plástico del asiento. De repente, S siente ese mismo peso en el corazón. Los racimos de esclavos terminan de salir por las puertas. S siente cómo la masa concentrada de ese peso cae atravesándole el corazón y siguiendo más abajo.

La mujer le mira fijamente, muy tranquila, mientras el tren, en el que sólo han quedado los dos, cierra las puertas. Separado de las gafas sin velocidad pero por sorpresa, S abre descomunalmente los ojos e intenta decir algo. A través de la megafonía, la voz mecanizada señala un destino, indescifrable. Las pantallas, una en cada rincón superior del vagón, siguen emitiendo un zumbido azul. Despierta Sísifo, has fracasado y ahora tienes que volver. Escucha. Pasó tanto tiempo que se nos olvidó lo tuyo. Nos pasó lo mismo con Prometeo y con aquel bastardo de Zeus, el que se volvió loco y mató a su mujer. Todavía dice que fuimos nosotros. Imbécil. Es lo que tiene esto, que en realidad no importa. Nos olvidamos de ti y tú te olvidaste de nosotros. Lo mismo que ha sucedido antes. Y entonces un día dejaste de subir la piedra porque no supiste qué hacías con ella. Nadie te respondió. No sé decirte desde cuándo te habíamos dejado de mirar. El tiempo es algo de lo que tienes que estar pendiente para que exista y la atención, a pesar de todo lo que se pueda decir, nunca ha sido nuestro fuerte. Y entonces echaste a correr, sin dejar de rodar la piedra hasta que llegaste al borde de la Estigia y, atándote algo al cuello que luego ataste a la piedra, la hiciste rodar hasta su interior, algunos suponen que buscando con ello la muerte. No me preguntes cómo y porqué te llevaste la piedra. Sólo sé que, al no poder morir, te sumergiste y caíste en un profundo sueño, hasta que el légamo te cubrió. A mi me da que te quisiste esconder en aquel sueño, sumido en la entraña de la Estigia. Aunque puede que fuese todo fortuito. Yo solo soy el recadero y tú, por lo que he visto, eres un imbécil. Esto es el sueño: todos los días vuelves de un infierno, dentro de otro infierno, para llegar a la pequeña tienda, que es otro infierno, donde cada día crees que podrás pedir algo que aquel demonio no tenga. Pero siempre lo tiene. ¿No es cierto? El chino siempre lo tiene. Aquí dentro estabas, sin moverte del fondo de la laguna, lo que me ha facilitado mucho las cosas. Ni siquiera he tenido que usar mis pies alados.