NI UNA PALABRA MÁS





LA ELECCIÓN

Después de haber pasado todas aquellas pruebas durante todos aquellos años. Después de haber visto desistir, sufrir y morir a los que contigo comenzaron.Después de haberlo propiciado todo, haberlo aprovechado todo, usándolo siempre a tu favor, para llegar hasta el final, aquel “decide” con que había sellado La Gran Máscara su discurso en tu cerebro, te apretaba en el pecho como una mano huesuda que estrujase un damasceno mientras tú intentabas discernir qué debías hacer ante la propuesta de ser o no inmortal, omnisciente, mudo, ciego y sordo.






LA NOTA

Terminó de escribir, con mano temblorosa, la nota. La miró orgulloso. Hacía calor. Se quedó dormido. Soñó que el contenido de la nota le perseguía. Que le perseguía por una ciudad, y que esa ciudad estaba vacía. Que corría y corría por esa ciudad, mirando con horror hacia atrás continuamente. Que cada vez que lo hacía, confirmaba que aquella nota seguía detrás suyo. Que no se sabe cómo, corría detrás suyo por aquella ciudad vacía. Y que le exigía una verificación.






LOS OJOS VACÍOS DE MONSTRUO

Sientes los ojos de Monstruo clavados en ti. Sabes que son los de Monstruo porque no hay más ojos que puedan hacer eso ahora mismo en la casa. Monstruo: cabeza redonda y blanca que se extiende en un cuerpo que recuerda al del dragón de la Historia Interminable. Y en la cabeza, dos orejas pequeñas y puntiagudas, y en el centro de lo blanco, dos agujeros negros, vacíos, dos huecos negros, negros, negros. 9 kilos de animal doméstico blanco que te miran desde el centro de un salón de 15 metros cuadrados - escriturados 15,63 porque hicieron el truco de convertir el balcón en mirador en el que ahora te reflejas mientras se te ocurre una forma de huir de los dos vacíos absorbentes ojos de Monstruo. Prefieres elegir tú la forma en que caer.






WIMBLEDON

Soñó que aquella conversación era como un formidable partido de tenis en la hierba de Wimbledon. Soñó que era la final de Wimbledon. Soñó que era entre los dos mejores. Describió los golpes. Describió las subidas y remates, los efectos. La precisión y la estética de aquella conversación. Los contendientes blancos. La similitud entre la esgrima y el partido. Esto último lo borró: le parecía demasiado obvio. De todas maneras, el símil mediocre ya era mejor que aquella otra morralla de la tierra batida, con sus eternos peloteos desde el fondo, el machaque físico de cada punto. La piedra de molino y el sudor. Los grititos. Máximos exponentes, los españoles. Finalizó con la frase “reino de ratas”. Después, dejó de teclear. Giró la silla con las manos hasta ponerla en dirección al cerco sin puerta. La rueda derecha estaba un poco dura. Chirrió. Antes de dirigirse al salón y palmear para la luz, apagó con una frase el ordenador.







LAS PERSONAS PRIMERO

Toda la gente normal, en el fondo quiere ser rara. Y a eso añado. Toda la gente rara, en el fondo quiere ser normal. Bien. De esas dos frases no tengo nada que decir. El quid de la cuestión radica en la persona del verbo con la que conjugues “querer” cuando te digas a ti mismo estas dos frases de las que, como he dicho, no tengo nada que decir. Sin decir nada más, el yonki se alejó de nosotros con la misma zancada lenta y fantasmal con que se desplazan los yonkis cuando, como éste, son auténticos y sirven desde hace años como atrezo de la plaza, de la salida del intercambiador o de un relato.









CHISTE KAFKIANO (UN CIRCO)

Ese funambulista que en mitad del cable se da cuenta que si avanzase y llegase hasta aquel lado, no conseguiría más que una inconfesable desazón por no estar en el lado del que viene y que le provoca un malestar parecido a un agujero succionador. Aunque donde peor se encuentra es en este alambre ligeramente destensado. Claro, que con el compromiso del público ahí delante, a ver quién es el guapo que se baja y dice que él no tiene nada que ver con esto. Que de funambulista nada. Que le trajeron empujando otros dos hasta el circo y que después todo se lió.









OÍDO DE VIUDO (TANGO)

En el sueño, tu mujer había muerto y te despertaste y palpaste que no estaba en la cama. Esta vez, te despertaste de verdad y realmente viste que no estaba. Todo estaba completamente a oscuras y ella no estaba. Segundos después del pánico, la oíste orinar en el baño de abajo. Había cerrado la puerta de la habitación. En el silencio negro y hueco, diste gracias a Dios y pegaste la cara a la parte de la almohada que olía a ella. Inspiraste profundamente y oíste las últimas gotas de orín chocando contra el agua. Pasaron algunos segundos y no sonó el girar de rollo, ni el sonido al cortar papel higiénico. Ni la tapa, ni la cisterna. No. Primero oíste un suspiro y un sonido ahogado, como de algo que no terminaba o no se dejaba arrancar. Luego, el sonido de un movimiento y un sorber súbito por la nariz. Tu mujer había empezado a llorar. Fueron unos cuantos segundos. Después sonó el girar metálico del rollo del papel higiénico. Luego, más y más segundos de silencio. Después, el zumbido de la vibración de un whatsapp.








UN ESCRITOR FANTÁSTICO

Oye mira, que me dice que el libro trata de un escritor fantástico, un Virgilio Nuevo, que está condenado a escribir en el vaho de los cristales del ventanuco que hay en su buhardilla, en el casco viejo de una ciudad europea. Dice que está hecho, que cualquiera le vale, pero que le cuesta Dios y ayuda desprenderse de él porque es algo fabuloso (dice) ver cómo evoluciona aquella masa y cómo, cada vez que la mira, de ella sale algún rostro, que le habla. Por ejemplo: si él condena a aquél Virgilio Abuhardillado a observar sin consuelo cómo su último párrafo, porque siempre es el último párrafo, se borra por efecto de la lluvia o del calor; de repente aparece una cara de Juan Bonilla y le dice “amigo ¿quién es el que paga la luz?”. Y él entonces, como respuesta a la cara de Juan Bonilla, obliga a aquel Virgilio Condenado a volver a sacar aliento de su garganta para seguir escribiendo un nuevo último y más grande párrafo, y esta vez hace todo lo posible porque se parezca a mortal y rosa, porque hace mucho tiempo que no le insulta Umbral. Si. Apañao. Dice su mujer que así se ha tirado los 11 meses que lleva. No, no. El que paga la luz es Juan Bonilla. No, Virgilio es un mote que le he puesto yo a su personaje. Que no, que el personaje no sabe nada de las cabezas, que eso me lo ha dicho él. Sí, los lectores sí lo saben. Bueno, pero tú vete para el restaurante que ya llego yo y te lo explico comiendo. No. Ese lo han cerrado. La puta crisis.





ENCUENTRO

Con manos arrugadas por el salitre y la vida de salvaje de los últimos años, recogió la botella que había visto brillar mientras caminaba por la orilla, semienterrada en la arena junto a los restos de algas, carcasas y légamo que había dejado la marea. Con una mano endurecida e hinchada por los cayos, sacó la botella del amasijo en que estaba, alzándola al inmenso azul sin nube, y poniéndola a contraluz del sol, hasta que el verde semiopaco del cristal consiguió ocultar el astro. La mano sujetaba la botella en lo alto, por el cuello. Usando el índice y el pulgar de la otra, tintineaba en el cristal, chocando contra él la sucia uña del primero, que, como un resorte, lanzaba una y otra vez contra la dura superficie de vidrio, haciendo que se moviese la nota que parecía haber dentro. La queratina de la uña golpeaba en el cristal tras engatillarse en la yema del pulgar, como en una pistola. Clin. Se movía la nota un poco. Clin, clin. Se movía la nota, más. Además de los sonidos guturales que emitía a modo de retroalimentación para con su cabeza, no se oía nada más que el mar. Recordaba perfectamente qué significaba todo aquello. Sabía qué quería decir aquella botella de cristal con aquel cilindro de papel dentro. Volvió a tirarla con todas sus fuerzas al mar. Dejó de pensar para huir de lo profundo del dolor. Un ciclo de olas más grandes hizo que no se escuchase nada más. El sonido del romper contra las piedras y la playa. El vacío justo antes que la masa caiga contra la superficie de la tierra. Siguió correteando por la playa. Las gaviotas, tras haberse calentado en tumultuosos bancos blancos, comenzaban a elevarse aprovechando las corrientes, ya con el calor de la sangre en las alas. Gritando. Haciendo eso que hacían siempre las gaviotas. Gritando, como alimañas del aire que gobernaban los cayos. Ratas. Había que llegar antes que ellas o el día estaría perdido.






  
POLICHINELA TIENE QUE DORMIR

Esta vez, haciendo un escorzo en imitación de uno de esos figurines de postal que se podían conseguir en cualquiera de las tiendas de suvennires de las capitales de las que habían llegado, por la mañana, los reyes, Polichinela ocupó el centro que la distribución circular de butacones, sofás, sillas y diván, dejaba en el ajedrez ocre del suelo del salón. Aquel salón al que Polichinela había obligado a todos en la casa a llamar Salón Danés, bajo amenaza sucinta de que si alguno delante de él no lo hacía, entraría en el mismo trance que aquella mañana en que, terminadas las obras que como cada verano su madre había organizado en el palacio, Polichinela había entrado distraidamente en aquel nuevo espacio vacío, mientras jugaba con un gorrioncillo que había encontrado en el patio, para salir corriendo al rato, cantando a voz en grito que una voz le había atravesado la cabeza justo cuando estaba en el centro de la habitación, obligándole a apretar las manos con mucha fuerza y a correr gritando en alejandrinos que su padre había sido asesinado.

            Señoras y señores del jurado, dice ahora Polichinela, desde el centro del Salón Danés, mirando, con esa extraña habilidad que tiene, a todos y cada uno de los reyes a la vez. ¿ven la manzana? y, haciendo el gesto de mostrar en la palma de la mano una hermosa y reluciente manzana conceptual, la recoge, diciendo ¿ven? ahora yo miro la manzana, y remarcando la garra de tres dedos  índice, anular y corazón con que se alza su amanita izquierda – apresa un trozo de vacío y lo acerca a su boca, y, tras mirar, dice, ¿ven? ahora muerdo la manzana, y tras arrancar un bocado que le hace cerrar místicamente los ojos, dice ¿ven? ahora mastico la manzana, y tras masticar menos de 33 veces por cuestiones escénicas, y ya con los enormes ojos verdes, abiertos. Ahora trago la manzana, y, traga la manzana, para finalizar, con fina y estudiada voz ceremonial, señoras y señores del jurado, yo les pregunto ¿qué es ahora la manzana?

            Polichinela ha conseguido hacer que su cuerpo, sin salir del cuadro del baldosín que ocupan sus piececitos, gire sobre sí mismo, acompañando a su mirada, mientras declamaba esta última sentencia, cuya hoz interrogativa final, corta en sus adentros las cabezas de todos y cada uno de los reyes. El Salón Danés se cuaja de un silencio denso, que permite escuchar a Polichinela el tintineo de los hielos en los vasos. Dos manos grandes y pesadas se elevan a la altura de una cara. Aplauso del primer rey. Aplauso de los demás reyes. Aplauso general. El Salón Danés arde muy despacio en los vasos cortos y pesados, deshaciendo los hielos. Eloísa, haz el favor, acércate al garaje y tráete unas cocacolas y unos hielos, anda, que a tu cuñado se le está aguando el güisqui. Y haz el favor de llevarte al artista, que ya es tarde y se le nota que tiene que dormir. Como te decía, hermano, desde provincias y trabajando en la Caja, se ve todo de aquella manera. El caso es que el gobierno, con este asunto, lo tiene negro de cojones. Es un escándalo y esta vez no va poder salirse con la suya, por muy listo que sea, el Encantador. Ya puede poner a quien quiera por delante. Esta vez, o se explica o se cuelga de uno de esos bonsáis que tiene, el muy prestidigitador.

            Polichinela abandona el Salón Danés, después de dar dos besos a cada uno de los principales de la sala. Cogido de la mano de Eloísa, imagina cómo ruedan (porque rodarán) las cabezas de los reyes. Algún día.






LAS UVAS

Una por una, va preparando con sumo cuidado cada una de las uvas, dejándolas después organizadas en docenas, cada una dentro de un pequeño cuenco de cristal. Los mismos 16 cuencos de cristal en los que había comido las uvas cada Nochevieja desde que recordaba haberlo hecho. Aunque no siempre habían sido necesarios los 16, nunca habían hecho falta más de 16 cuencos para tomar las uvas cada año. Lo había comentado con su hermana esa mañana, mientras los sacaban de la caja en la que pasaban el resto del año cogiendo polvo en el armario de su piso en la ciudad. Se guardó para ella que esa caja con los cuencos de cristal era como una forma de obligarla a asistir cada año a la casa familiar que su hermana había previsto desde el día que, en el reparto, la endilgó la caja de los cuencos, junto a las otras cosas pertenecientes a la larga lista de fantasmas de una familia enraizada en el pueblo como la suya. Y así había funcionado cada año el efecto retorno de la caja de los cuencos para las uvas de Nochevieja. Hasta este marzo, que tuvo que volverse a aquella casa del pueblo en la calle Jacintos, junto a la almazara, ya que tenía que seguir con lo del juicio y los gastos para poder cobrar lo que la debían (porque se lo debían) y por fin poder recuperar la vida de escultora postpunk que había dejado aparcada hacía 17 años por un traje de dos piezas gris marengo y un portátil.

            Su hermana, que ostentaba el cargo de Memorión familiar, había estado de acuerdo con ella en el comentario que en el párrafo anterior nuestra protagonista había hecho sobre la longevidad y el número de cuencos de cristal, y dijo: Salvo el año del disgusto del idiota de tu hermano que fuimos 8, los demás años siempre entre 14 y 16. No siempre familia-familia, pero siempre, por hache o por be, entre 14 y 16. Había sentenciado la hermana, tiesa sobre la silla, después de haberlo pensado unos 45 segundos.

            Ella, mientras tanto, seguía de espaldas, preparando los cuencos de uvas. Preparaba y pensaba en la imagen que debía ofrecer su hermana con el brazo escayolado y el collarín delante suyo haciendo esta disertación tan exacta y enérgica. Se sonrío porque le pareció de lo más ridícula. Ay, la pobre! mira que haberse caído “de una silla” justo una semana antes de la gran cena de Nochevieja! Justo el día de su aniversario, el 28! De una silla, la pobre, en plena noche, qué mala pata…. Y venga a intentar desde su silla organizarlo todo, estar a todo… a su Carlines y su Andresín sobretodo – a ella. Incluso escayolada y con el collarín, la pobre. Pero no le extrañaba, ya que su hermana siempre lo organizaba todo. Sobre todo desde que Madre empezó a perder la cabeza. Sin darse la vuelta y sin dejar de preparar las uvas piensa en la pobre hermana ahí, como un muñeco de esos de goma que tenían alambre por dentro y se quedaban tiesos en cualquier postura, pata pa acá, brazo pa allá. Se da la vuelta y lo que ve es como un murgaño de escayola con la cabeza erguida coronada por un pelo fosco, tupido, gris y abultado que le da el aspecto de una de esas figuras de los griegos… una de esas cariátides, o una de esas vestales, o no, ya está, ya está: la Esfinge de Edipo!…. Bueno, el caso es que la pobre intentaba desde la silla seguir organizando la cena, como había hecho siempre. Organizar la cena, y muchas cosas más.

            Con sumo cuidado, termina de preparar la última uva. Venga, te llevo al salón que esto ya está. No te preocupes que ya he preparado todo….. Las de Carlines también, no te preocupes, que esas van peladas y sin pipa y las de Andresín en papel albal, como dice su religión. No me he olvidado tampoco de las de Elenita ¿muy maja, no? Y las tuyas, bien grandes, que me han dicho que dan suerte, hermana, y este año verás que todo va a irte mucho mejor.

         ¿Mejor? Mejor no me hace falta. Yo lo que quiero es salud para que mi Carlines y mi Andresín sigan tan bien como están colocados en el banco y ahorrando para cuando vengan las gangas y que no les pase como a ti, que mira ahora, viviendo en esta casa llena de humedades, teniendo que pagar todavía el crédito que te dije cien veces que mejor te lo dejaba yo y tú que no querías tenerme que deber nada y tal y pascual, y mira ahora, en esta casa tan vieja y con todas esas cosas de madre y de abuela y la dote y los vestidos de la tía Encarnación, que son de antes de la guerra y que nos lo dejaron cuando se la llevaron a la clínica. ¿Te acuerdas?¿Te acuerdas de lo que nos contaba Madre? Que la tía Encarnación salía a la calle del Barranco a pasear los domingos después de misa, engalanada con todo el copete de los viejos trajes que trajo su difunto de ultramar, con el carrito de bebés tan bonito, del siglo diecinueve por lo menos…. Ella que todo el mundo sabía que no podía tener hijos por lo de su marido. Y en el carrito metía a los cochinos chicos, y los ponía lazos y la gente se para a mirar, acercaban el hocico y luego salían escopetados, dando un estufío…. Vamos que aquí tú no te vas a poder quedar mucho, que eres muy aprensiva y las dos sabemos que te pasa a ti con esta casa, porque….

            Coge por las asas la silla de la hermana que no deja de hacer apreciaciones , y la gira para ponerla en dirección al pasillo oscuro, cuya luz amarilla al final, anuncia el salón en el que están los 14 comensales. Mientras empuja la silla y asiente ante los comentarios de la hermana, que se van quedando como alimañas agarradas a la oscuridad del pasillo, le da una especie de sacudida cervical que le hace ponerse tiesa y apretar las quijadas hasta rechinar los dientes. Es miedo, pero a pesar del impacto, y después del pequeño trance, se recompone.

         ¿Te pasa algo, niña? porque parece que te ha picado un arraclán. ¿Te acuerdas cuando yo maté uno así de grande, negro, que se te había subido a la mano y te iba a picar? Eh? Tú estabas como paralizada, si no llega a ser por mí, te mata allí mismo. Claro, que al final el que murió fue él, no te jode

         Empuja la silla y piensa en Orfeo, un escorpión disecado dentro de un tintero que le regaló su primer novio y que la hermana machacó con una pala la misma noche de verano en que Ignacio se lo regaló.

            Por fin llegan al salón de caliente luz amarilla. Todos aplauden la llegada de la Esfinge y el pestazo a laca hace que algunas de las velas del centro de la mesa aviven su llama. Se enredan en la conversación con los demás. Pasa el tiempo. Se espera hasta servir el segundo plato, un guiso de pulpo, tradición familiar desde que el difunto marido de la Encarnación se vino de las Américas; un plato celebrado con aprobación y escándalo por los comensales más adultos, achispados en su mayoría gracias al trasiego de vinos; tinto duro de la tierra, luego de rosados y blancos espumosos que habían acompañado desde el principio la cena, como una hora larga antes de que ésta realmente empezara a servirse sobre los manteles. De la parte de comensales que, por su edad no habían participado del culto a Saturno, no había problema: la nueva novia Andresín los tenía muy entretenidos en la mesa redonda donde los había apartado para poder controlarlos mejor. La chica hacía méritos y algo en sus ojos, le había dado la sensación al verla por primera vez, la hacía perfecta para estar allí hoy.

            Volvemos a la cocina. Ahora está ella sola en esta cocina grande, suya y ajena para ella, a pesar de haber crecido en ella y llevar allí viviendo desde marzo. Ajena y desordenada, debido al trasiego de la última cena del año y su falta de maña para preparar una cena para 16, sin más ayuda que la de una Pepita Grillada, parapléjica obsesiva y con cabeza de Esfinge. Se acerca a los cuencos que tiene ordenados en la encimera y se percata que todo el mundo desde la distancia está ocupado en el salón. Con el sumo cuidado que dan unas manos expertas, va inyectando en cada uva el contenido de todos estos años, inodoro, incoloro e insípido, con el que se iba a solucionar todo, trayendo suerte y descanso para todos, que por fin podrían quedarse junto al resto de familiares en la casa, como había pedido Madre en su lecho de muerte, cosa a la que, por supuesto, su hermana se negó.






PARÁBOLA GRECOLADINA

Dentro de Tebas, los ciudadanos andaban encorvados por el dolor que les esperaba, y confiados porque ese dolor pasaría, y al igual que tras una larga noche, otra vez vendría el sol de la supervivencia. El porvenir de la ciudad. La victoria.

            La mezcla de esas dos certezas, confería a los ciudadanos un aspecto que para un forastero bien pudiera ser extraño, incluso desagradable. En esa ciudad de Tebas que esperaba, las personas tenían un alto porcentaje de seres. Correteaban dando los últimos retoques a las minucias que quedaban por hacer antes de la llegada de los 7. Habían preparado todo para la llegada de los 7 y tras las 7 puertas de la ciudad, aunque se movían como sombras, esperaban

            Desde una de las salas del palacio, el rey, sabiendo lo que el oráculo había adelantado, intentaba perderse en la observación de la maestría del esclavo, que a su diestra, aguaba el vino. Bien sabía qué venía ya, por el horizonte del camino. Sabía qué debía hacerse (con gran dolor del corazón entre las manos), quién debía hacerlo y quién lo iba a hacer, finalmente (etcétera, etcétera, etcétera).

            Llegarían los 7. Se apostaría uno en cada puerta, y pin pan pun, vendría muerte y destrucción, y el veneno en las bocas de los hombres. Los pajarracos en el cielo y las sombras afanosas que se ocuparían de vaciar de aliento a los muertos para las habitaciones nunca llenas de la Negra Ker. Todo terrible, furioso e idiota, como el principal de sus 7 enemigos, que acabaría comiéndose un cerebro directamente de la copa de un cráneo, con las manos, delante de la Zorra Estirada… Hace tiempo que había dejado de interesarle el significado de esa ridícula escena, aunque siempre que pensaba en ella o la veía suceder, le asomaba una sonrisa (una mueca de viejo), en la cara.

            Y todo eso era lo que tenía que pasar. Igual que el carro en su trajín por el cielo. Igual que el batir del Idiota del Mar, con sus caballos azules. Una y otra y otra vez, pasar. Pasar lo que había pasado tantas veces.

            Miró por la ventana para ver llegar al enemigo. Frunció el ceño. Echó el cuerpo hacia atrás. Se presionó con los dedos los ojos. Llamó con un gesto al esclavo, y le pidió que asomara la cabeza para ver si le podía confirmar lo que él, con sus ojos reales (aunque viejos) había visto. Que esta vez delante de las puertas de Tebas, sólo habían llegado tres.






S CONTRA EL IMPERIO DEL MAL

Maldito sea el infierno que ha tenido que vivir en laoficina hoy. ¿Hoy?, se pregunta S, sin despegar los labios, mientras no para de imaginar filas de paneles de abejas ciegas dentro de un enorme mundo hueco y gris. Se sienta a contramano de la dirección del tren, en el único sitio libre. Asientos de plástico gris. Con las gafas de sol puestas a pesar de estar bajo tierra, da una rápida ojeada al vagón, mientras sigue haciendo lista de las infamias y agravios sufridos en la oficina. El vagón va cargado de gente que regresa a casa, si tenemos en cuenta la dirección del tren. Mierda de trabajo y mierda de gente. Desalmados. Espíritus huecos como cántaros. Esclavos.

Mira a la mujer que tiene enfrente, una asistenta que reposa, lacia y medio dormida sobre el plástico del asiento del tren. Cetrina, gorda y cansada, ni le ha mirado ni ha mostrado reacción ante su llegada, por lo que S ha tenido que hacer sus habituales malabares para meter, en el cubo de aire del asiento, su cuerpo, el quitapolvos gris y la maleta. Como siempre, y a pesar del largo invierno en que están, la operación de inserción en el asiento le cuesta un brote de sudor que S siempre relaciona con uno de esos animales anfibios que se arrastran, dejando por la superficie en que lo hacen, el frío enfermo y negro del que han salido. Un sudor que se impregna en su camisa cuando apoya la espalda en el asiento. También se arrastra por el cuello abotonado y cerrado en el nudo Windsord de una corbata gris marengo que, como siempre, cuelga fina y sintética desde que empezó la jornada.

S mira desde el negro de las gafas de sol a la mujer, sin que la expresión de su rostro, ni el cuerpo, den muestras de ello. ¿Qué diferencia habrá entre esta mujer y la de ayer? Sigue creciendo en él la imagen de una laguna de la que salen seres anfibios que se arrastran y que no tienen nada dentro de los ojos. ¿Qué diferencia entre la de ayer y la del día anterior, sentada en frente, en el viaje de vuelta? Todos esclavos. Esclavos que saben que son esclavos, aunque vete tú y pregúntales. Vete tú y arrímales el ascua a la cara. Lo negarán todo y entonces, tú qué harás… ¿y a quién?

La rabia de este último pensamiento le hace chascar la lengua, aunque sólo se da cuenta su paladar. Ni él ni la asistenta se inmutan ante el crujir del sonidito. El tren abandona las luces amarillas de la parada y avanza, aumentando la velocidad, por el túnel. Eso, tú ves, y con la linternita bien pegada a la jeta, pregúntales, anda, como haría un hombre libre. Ya sabes lo que vas a conseguir, porque llevas toda la vida rodeado de esclavos sin entraña ninguna. Esclavos que saben que son esclavos. Esclavos que saben que son esclavos y lo niegan. Esclavos de los que dependes y por los que te juzgarán en común. El pequeño cambio de velocidad agarra a S del estómago con unas manos pequeñas. Lo aprieta ligeramente y lo suelta, poco a poco. El tren se acelera a través de una negritud que está atravesada por la velocidad del pasar de las vigas que sostienen la estructura y el furioso horizontal de cables que siguen el recorrido del túnel.

Aunque el peor de todos eres tú, pequeño demonio oriental. S se centra en el pensamiento aquella carita redonda y servicial que iba a encontrar en la tienda. Mientras lo hace, las pantallas indicadoras del vagón emiten un zumbido azul. Una voz que alguna vez debió ser humana, anuncia lo que todo el mundo sabe que es la parada, pero que no pasa, en realidad, de ser un lamento mecánico e indescifrable, precedido y despedido por la ligera amplificación de la entrada del canal de audio del circuito cerrado de AV del tren. Por debajo de la maleta que tiene sobre las piernas y en la que guarda el portátil y los trastos, la mano izquierda de S busca dentro del bolsillo del pantalón del traje, hasta encontrar con los ojos del tacto lo que sabe que es la doblez de un papel. Con el índice y el pulgar, lo pinza ligeramente. Lo acaricia y presiona con las yemas mientras sigue adelantando mentalmente su victoria. Porque hoy es el día y lo vas a saber, pequeño torturador de ojos rasgados. Hoy se te va a quitar esa sonrisita tan amable por la que resbalo derrotado cada día. Porque he revisado concienzudamente el infierno de pantallas hasta encontrarlo. Y lo he encontrado y hoy, por fin, tendrás que decir que no lo tienes. Con la mano en el bolsillo, la pinza sigue frotando el papel. ¿Me vas a poner esa maldita cara, verdad? ésa en la que no el que te mira no sabe si está mirando una medalla o un mono? Vástago de un dios enano, contrahecho y cruel, hoy se te acaba la suerte y aún no lo sabes.

Desde el asiento de enfrente, la asistenta sudamericana mueve ligeramente la cabeza para conseguir evitar una lista de luz que le ha empezado a cruzar la cara al salir del túnel y comenzar a avanzar el vagón a cielo abierto. Reflejada en los cristales polarizados de las gafas de S, aparece compacta, diminuta y doble. Parece que chupasen de ella desde dentro de cada uno de los cristales. Ella no da muestras de haber visto esa imagen. Sólo ha movido la cabeza, muy despacio, para evitar el sol. Tampoco da muestras de poder escuchar lo que dice para sus adentros S, con los ojos cada vez más llenos de determinación, atroces de victoria tras las gafas. Verás que cara se le queda al hijo del demonio cuando le enseñe. Entraré y recibiré su falso y amable saludo. Buenas, a ti también, alimaña lampiña. Sonreirá y yo también. Me seguirá con la vista, como hace siempre, mientras me adentro en ese lupanar de pasillos. Hará esto mientras no deja de hablar, en ese insoportable idioma suyo, lleno de fonemas estridentes, de metal, a un interlocutor con el que parece hablar eternamente, a través de la pantalla de un portátil abierto sobre el cristal del mostrador. Un interlocutor que le responderá en la misma execrable jerga y al que nunca has podido ver la cara. Todo dentro de la tienda es así, ¿verdad? S había comprobado, a través de sus visitas a la tienda, que una vez se atravesaba la puerta, un intricado sistema de espejos, artículos, cámaras y apariciones de aquel enjuto hijo del Siam, controlaba todas las perspectivas de la tienda. No sólo te veía, había concluido S, sino que te obligaba a ver, y a no ver. Porejemplo las fechas de caducidad y los precios. Por ejemplo los formatos universales para situaciones que no ibas a vivir nunca. Los artículos hipnóticos y horrendos, sirenas y gorgonas de plástico, metalizadas, o aquellos objetos en los que no para de caer agua falsa. Pero ante todo estaba toda esa vida privada de esclavo que salía desde la pantalla siempre abierta y encendida del ordenador, colocada de tal manera sobre el mostrador, que desde el lado del cliente nunca se podía distinguir nada, salvo lo que él sabía que era un cebo para dar lástima de esclavo. Como aquella pantalla, todo estaba falsamente a la vista.

Un destello del sol de invierno que entra por la ventana del tren, parpadea en uno de los cristales de las gafas de S, haciendo que la asistenta frunza el ceño, y arrugue ligeramente la nariz. Gesto que S no percibe, sigue desmadejando su plan definitivo. Me pasearé por los pasillos, dejando que la cámara de cada uno de ellos me grabe con la misma cara de tonto de todos los días. Hasta que, al final, no le quede otra que acercarse, a ver qué tripa se me ha roto. Si no es así, aunque lo dudo, lo que haré será acercarme con mi cara de tonto y preguntarle directamente “perdón amigo ¿es que no tienes de esto?” Hará memoria de todo el inventario en su cabeza, mientras dice “sí, un momento, amigo”, ganado tiempo. Porque, ¿a que vas a decir sí? ¿verdad? ¿A qué vas a decir que sí? ¿eh? ¿A qué malditos demonios le vas a decir sí, pequeño monstruo amarillo?

La aparición de rápidas columnas de sombra listando el interior del vagón, sumadas al aumento del traqueteo, que se concreta en tres pequeñas sacudidas y sonido de estar pasando por encima de piedras, indica que queda poco para que el tren pare. Mientras repasa letra a letra lo escrito en el papel que frota con los dedos dentro del bolsillo, S piensa en la victoria que la palabra que forman aquellas letras le dará, por fin, cuando llegue a la tienda.

El tren comienza a decelerar, y la grabación vuelve aparecer. Un hombre, alto, lánguido y gris se levanta, demostrando que no está familiarizado con el recorrido. S, sin moverse todavía, y sin saber por qué, comienza a seguir a aquel cuerpo, que le da la espalda. Cubierto por la rigidez de las gafas, observa cómo avanza hacia las puertas. El tren sólo tiene llenos los asientos, por lo que es fácil centrarse en aquel triste. Ve cómo se queda quieto delante de las puertas cerradas. Cómo espera unos segundos y, tras ligeros movimientos de cabeza con los que confirma que nadie se ha movido, salvo un negro enorme, para ocupar el asiento libre, comprende su error de cálculo. No intenta recuperar su sitio. Se queda de pie, mirando el cristal de la puerta de salida.

Esclavo miserable, sentencia S, mientras la imagen de abejas grises con ojos que no tienen nada dentro vuelve, a la vez que el dulce veneno de su victoria cuando llegue a la tienda. ¿Qué crees que intentará, con esa carita tan tersa, redondita y feliz? pues intentará decirme “no entiendo”. ¿No entiendes? No te preocupes, fibroso hijo del demonio, porque te lo traigo traducido. ¿Y ahora qué? como verás, he pensado en todo. Un hombre ciego puede tropezar, pero dime qué hace la piedra frente a un hombre que ve?

Vuelve a sonar la grabación que anuncia la llegada. Esta vez no miente, aunque S sigue sin levantarse. Es un experto en el trayecto y sabe que todavía puede apurar segundos mientras se relame. ¿Qué, vas a seguir sonriendo con esa superioridad que tienes escondida debajo del vasallo, pequeña cabecita del averno? ¿Sabes qué puedes hacer? Ves y pregunta al que tienes al otro lado de la pantalla. A ver si él te puede ayudar. Si quieres me lo pasas, porque me gustaría arrancarle la lengua para ver qué dice y si es tan importante o, como pienso, no hay realmente nadie y sólo lo haces para reírte de mi, todos los días que paso por la tienda y te pido. Reírte, sin dejar de sonreír, miserable. Esta última frase se pierde en el interior de S debido al ruido que genera el tren al decelerar en tres tandas, hasta llegar al andén de la estación. El ruido también está compuesto de todos esos cuerpos que se dirigen, apiñándose en silencio, hacia cada una de las puertas de salida. Puertas dobles, de tijera. Puertas mecánicas que se abren para dejar salir a los esclavos. La asistenta sudamericana está despierta desde la última grabación, aunque S no se ha dado cuenta. Le mira fijamente, con una expresión firme y aburrida desde unos ojos que no parecen tener fondo. Justo un segundo antes que S se levante para salir de allí, la mujer se incorpora, y poniendo la mano izquierda sobre la maleta que S lleva en el regazo, con la derecha le quita las gafas de la cara. S comprueba que la mano sobre sus piernas es terriblemente pesada. Es como una piedra que le hunde contra el plástico del asiento. De repente, S siente ese mismo peso en el corazón. Los racimos de esclavos terminan de salir por las puertas. S siente cómo la masa concentrada de ese peso cae atravesándole el corazón y siguiendo más abajo.

La mujer le mira fijamente, muy tranquila, mientras el tren, en el que sólo han quedado los dos, cierra las puertas. Separado de las gafas sin velocidad pero por sorpresa, S abre descomunalmente los ojos e intenta decir algo. A través de la megafonía, la voz mecanizada señala un destino, indescifrable. Las pantallas, una en cada rincón superior del vagón, siguen emitiendo un zumbido azul. Despierta Sísifo, has fracasado y ahora tienes que volver. Escucha. Pasó tanto tiempo que se nos olvidó lo tuyo. Nos pasó lo mismo con Prometeo y con aquel bastardo de Zeus, el que se volvió loco y mató a su mujer. Todavía dice que fuimos nosotros. Imbécil. Es lo que tiene esto, que en realidad no importa. Nos olvidamos de ti y tú te olvidaste de nosotros. Lo mismo que ha sucedido antes. Y entonces un día dejaste de subir la piedra porque no supiste qué hacías con ella. Nadie te respondió. No sé decirte desde cuándo te habíamos dejado de mirar. El tiempo es algo de lo que tienes que estar pendiente para que exista y la atención, a pesar de todo lo que se pueda decir, nunca ha sido nuestro fuerte. Y entonces echaste a correr, sin dejar de rodar la piedra hasta que llegaste al borde de la Estigia y, atándote algo al cuello que luego ataste a la piedra, la hiciste rodar hasta su interior, algunos suponen que buscando con ello la muerte. No me preguntes cómo y porqué te llevaste la piedra. Sólo sé que, al no poder morir, te sumergiste y caíste en un profundo sueño, hasta que el légamo te cubrió. A mi me da que te quisiste esconder en aquel sueño, sumido en la entraña de la Estigia. Aunque puede que fuese todo fortuito. Yo solo soy el recadero y tú, por lo que he visto, eres un imbécil. Esto es el sueño: todos los días vuelves de un infierno, dentro de otro infierno, para llegar a la pequeña tienda, que es otro infierno, donde cada día crees que podrás pedir algo que aquel demonio no tenga. Pero siempre lo tiene. ¿No es cierto? El chino siempre lo tiene. Aquí dentro estabas, sin moverte del fondo de la laguna, lo que me ha facilitado mucho las cosas. Ni siquiera he tenido que usar mis pies alados.