WEBERMAN: LIBERTAD DE ELECCIÓN (NI UNA PALABRA MÁS, 2012)


Cuando intuyó la presencia a los pies de la cama, no se movió. Mantuvo los ojos cerrados y el brazo derecho sobre el cuerpo de su mujer (Sara) a su lado en decúbito supino. Esperó para ver cómo evolucionaba la cosa. Agudizó el oído. La presencia respiraba y provocaba esa sensación que le llega a la piel a través del aire cuando hay alguien cerca. Estaba claro, era alguien. Ni un animal ni un sueño. Alguien. Un intruso. Podía oirle respirar y oler la mezcla de sudor y colonia Máximmo Dutti. La respiración demostraba un ansia tranquila. Un sonido de tela vaquera y el crujir de la madera confirmó sus cálculos. Estaba sentado en el orejero donde él solía escribir canciones mientras miraba por la ventana que daba al prado y un poco más allá, a la linde del bosque de eucaliptos. Entonces, lo tuvo claro: le estaba pasando lo mismo que a Bob Dylan con los secuaces de Weberman en su casa de Nueva York. Un fanátco de sus canciones y poemas había entrado en su casa para salvarle de sí mismo y evitar que se vendiese a la industria, porque él (sin necesidad de tener un sólo disco o libro editado) era el auténtico portavoz de su generación